Se presenta la novela póstuma de Abel Posse, “Los heraldos negros”
Tras años de rastreo detectivesco en el archivo del escritor y diplomático, se publica este libro que cierra la serie del autor que murió hace dos años; en la Feria del Libro de Madrid ya se consigue
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Dos años después de la muerte del escritor y diplomático Abel Posse (1934-2023), a los 89 años, se presenta en la 84ª Feria del Libro de Madrid Los heraldos negros (Verbum), novela póstuma que cierra la Tetralogía del Descubrimiento y la Conquista de América, integrada por Daimón (1978), Los perros del paraíso (1983) y El largo atardecer del caminante (1992). La edición estuvo a cargo de dos académicos especializados en la obra de Posse: el hispanista argentino-australiano Roberto H. Esposto y el francés Romain Magras.
La novela, protagonizada por el joven sacerdote jesuita Walter Sorgius, aborda con cómico tono herético uno de los ejes de la obra de Posse: las tensiones provocadas, a uno y otro lado del Atlántico, por el descubrimiento de América, la colonización y la evangelización.
“Este es un libro de verdaderas aventuras físicas, metafísicas: cuerpos y espíritus, geografías conocidas e ignotas, nocturnidad y amanecer del Occidente que -como sabemos- es romano, griego y cristiano”, se lee en la nota de autor que antecede la novela.
En la Feria madrileña -que se desarrollará hasta el 15 en el Parque de El Retiro, donde el sábado pasado se llevó a cabo una maratón de lectura en homenaje al Nobel Mario Vargas Llosa- se puede conseguir Los heraldos negros en el stand de la editorial Verbum. Por ahora, los lectores de la Argentina la pueden encontrar en Buscalibre. Comaprte título con el célebre poemario del peruano César Vallejo.
Al obtener en 1987 el Premio Rómulo Gallegos, Posse había anticipado que completaría el ciclo novelístico con esta novela rocambolesca. “Anunciada hace unas cuatro décadas, Los heraldos negros supuso un trabajo minucioso de rastreo detectivesco en los archivos de Abel Posse -dice Esposto a LA NACION, desde Brisbane, Australia-. Afortunadamente, Romain Magras y yo tuvimos la oportunidad de consultar con Sabine Langenheim Parentini Posse, viuda del escritor, quien con su generosidad facilitó este trabajo. Junto a ella pudimos cotejar los apuntes, manuscritos y esquemas de la novela. Así logramos poner en orden y ensamblar un rompecabezas hecho novela que el lector podrá descubrir y leer”.
A diferencia de las tres novelas previas de la tetralogía, en la que los protagonistas son figuras históricas (Lope de Aguirre, Cristóbal Colón y Álvar Núñez Cabeza de Vaca, respectivamente), el jesuita Walter Sorgius no es un personaje histórico verídico. “No por ello esta novela deja de reunir los brillos estilísticos, las aventuras pantagruélicas de las primeras dos o las obsesiones temáticas que empaparon las páginas de toda la tetralogía, como se dará cuenta el lector cuando la lea en su conjunto”, anticipa Esposto que caracteriza la novela como “singular y a veces escandalosamente impactante”.
“Creía creer que todo lo que me había pasado estaba previsto en el Génesis: no era yo más que repetición de Adán y se cumplía la tesis teológica de los jesuitas en el sentido que mi padecimiento era una fatídica herencia -medita Sorgius, atormentado por el deseo carnal-. Era como si hubiésemos nacido a contracorriente de la vida: había que salvarse, no bastaba estar y ser. En mi caso, además, casi no se necesitaban metáforas o interpretaciones simbólicas para igualarme con el primer expulsado del Edén: mi Eva se llamaba Lisette. La manzana era la misma, deliciosa, irresistible. Nacida del árbol ‘de la otra Scientiae’”.
Gran parte de Los heraldos negros está ambientada en Italia, en los siglos XVI y XVII, en épocas inquisitoriales, aunque en la última sección el héroe aparece convertido en “un acriollado, dubitativo soldado jesuita de Jesús, a las orillas de un gran río americano”, dice el hispanista.
“Lo más sorprendente para mí sigue siendo el final, el capítulo VII, que encontramos en uno de los cajones de los archivos de don Abel -afirma Esposto-. Ahí lo tienes al jesuita Sorgius sentado a las orillas de lo que parece ser el Paraná, en cueros, con su túnica negra guardada, contemplando esa masa de agua y su vida de misionero, reflexionando. Se da cuenta de que la América profunda ha resistido al judeocristianismo, al catolicismo imperial, pues ve a esos niños chapoteando en el agua, completamente desnudos, ‘pese a tanta prédica y enseñanza’, inconscientes del pecado. La lectura que hago de ese capítulo, y de la tetralogía, es desde la América profunda del filósofo Rodolfo Kusch: la conquista es solo un encubrimiento, por debajo siguen latiendo las cosmogonías americanas, saberes ancestrales como ‘copresente’”.
Con la publicación de la novela póstuma de Posse, su obra podría salir del inmerecido “eclipse” en que se encuentra. De hecho, su obra se encuentra agotada y hasta ahora no hubo reedición alguna.
“Los heraldos negros, como las tres primeras novelas del ciclo, propicia un sacudón al género de la novela histórica tradicional, mutando por completo este subgénero”, estima Esposto, para quien las novelas históricas del escritor argentino -que se destacó además como ensayista, cronista y poeta- se distinguen por “su desmesurado cometido de querer contarlo todo: los orígenes de la identidad americana, el encontronazo de cosmovisiones de los mundos americanos y europeos, politeísmos originarios y monoteísmo judeocristiano, el catolicismo imperial, el auge y ocaso de la modernidad occidental, las heridas del colonialismo, y el viaje como odisea exterior e interior”.
“Cargadas de ironía, humor y sarcasmo, exageraciones y anacronismos, Abel Posse incita al lector a meditar sobre las secuelas del pasado en nuestro presente -concluye-. Los heraldos negros comprueba que la genial pluma de este valiosísimo prosista de nuestras letras resiste el acecho del olvido desde el otro lado del Atlántico”.
Así empieza la novela póstuma de Abel Posse
“¿Qué vio el seminarista sin vocación Walter Sorgius? Que por el corredor del ala este del convento corrían desaforados el padre Karl, el celador Müller, varios aspirantes con sus guardapolvos grises, y un poco más atrás, sonriendo divertido, Monseñor Nenni. Gritería. Alguien se asoma desde el taller de miniado y copistería, protestan. Penumbra de corredor de abadía cuando ya entrado el otoño. Un vago olor a humedad enfriada. Las manos de un muerto que expiró sin paz, en febril delirio.
–¡Arre! ¡Arrre! ¡Allí está, la veo en una nube de azufre! ¿La ven? Apenas un resplandor…
–¡Cercarla! Sahúmen rápido. iMuevan los brazos! ¡Energía! ¡Sahúmen cerrándole el paso, allí! ¡Se desliza! Corre. ¡lmpedid que se disuelva en el viento. ¡Asperjad!
El aire del corredor disolvía las nubecillas que salían de los incensarios.
Era un alma de Purgatorio. Cuando las ánimas del Purgatorio consiguen deslizarse hacia la Tierra, hacia los lugares habituales donde vivieron el pavor y la delicia del valle de lágrimas, corren sus riesgos. Este era el caso. El padre Karl más de una vez conseguía atraparlas. Era un gran cazador de almas.
Cuando lo lograba, que no era fácil, los pobres aparecidos quedaban atrapados en un cerco de seminaristas con sahumerios e hisopos, como el jabalí rodeado por los perros. A veces, si las gotas de agua bendita la alcanzaban, se oía el fugaz chis chis del líquido que toca una superficie muy ardiente y se evapora al segundo.
Karl pretendía obligarlas a declarar. No vacilaba en someterlas a la tortura. (Las almas, que son tan temerosas y delicadas, trataban de materializarse y cumplir con tal de ser liberadas de una vez.) Se insinuaban como un aroma quemado y si podían se encendían con el resplandor mortecino de farol municipal en día de neblina”.
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